Hoy correré por ti
No puedo creer que esté de camino hacia Ager, villa leridana, situada en la zona pre-pirenaica, al norte de la comarca de la Noguera. Hace tan sólo unos días me convencí a mí misma de que dejaba la competición. La muerte inesperada de un amigo corremonte ha despertado en mí unos miedos irracionales difíciles de controlar. Tras muchos “dimes y diretes”, trato de racionalizar lo ocurrido y controlar mi mente, que parece ir por libre. El viaje compartido, la convicción de querer seguir corriendo, las ganas de vivir una nueva experiencia… pueden más que mis temores.
Tomamos la salida a las once de la noche desde la Colegiata de San Pedro de Ager, conjunto monumental situado en el punto más alto de la villa. La temperatura es agradable. Unos primeros kilómetros muy cómodos nos van encaminando hacia la primera ascensión del recorrido. Las piernas van frescas y el camino se deja hacer. Las cintas no se ven, carecen de reflectante y son negras, hay que mantener la concentración para no perderse. Sin darme cuenta he subido, bajado y estoy coronando la segunda cima cuando mi frontal deja repentinamente de alumbrar. Contaba con que duraría más la luz. No obstante llevo dos baterías extras en la mochila. Pido al chico que me precede si puede alumbrarme para hacer el cambio. ¡Maldición! Algo no funciona. Pruebo una tercera batería y el frontal sigue sin dar luz. Maldigo, pataleo, quiero echarme a llorar. La oscuridad es envolvente, no veo ni mis pies y para más inri comienza ahora el descenso de la senda de las cien curvas. Sólo el nombre asusta. Sergi Fernández, así se llama mi ángel de la guarda, me tranquiliza quedándose conmigo para poder hacer camino juntos. No tengo palabras para agradecer su gesto. Soy consciente de la lentitud con la que avanzamos. El sendero se las trae y resulta imposible caminar de a dos, uno de tras de otro mi visibilidad es la justa. Si no llega a ser por él, imposible bajar por allí sin luz. En el avituallamiento de abajo pediré un frontal. En caso de no conseguir uno, barajo las posibilidades, esperar a que amanezca (aún queda más de tres horas) o retirarme. ¡No, no, no! No he llegado hasta allí para no acabar.
La suerte vuelve a sonreírme. Con una luz prestada entro de nuevo en carrera. Respiro aliviada por mí y mi salvador, que podrá marcharse tranquilo. Unos kilómetros de pista y carretera permiten recuperar sensaciones y ritmo. Amanece en pleno ascenso al St. Lis, parece que la temperatura hubiera bajado, pero miro el cielo totalmente despejado y sé que en un rato sentiremos el calor castigándonos. En el descenso hay que ir con mil ojos. Las cintas enroscadas a las ramas por el viento no se distinguen y hasta en tres ocasiones tengo que volver sobre mis pasos. A estas alturas los pies empiezan a quejarse ya de tanta piedra. Porque otra cosa no, pero piedras, piedras y más piedras son la tónica general de este recorrido. El barranco que nos lleva a las inmediaciones del Congost es un continuo sube y baja. Inesperadamente un dolor intenso en un tobillo empieza a preocuparme. No recuerdo habérmelo torcido ni haberme dado ningún golpe. Sólo en las subidas parece darme tregua, permitiéndome desconectar por momentos. Rezo para que me aguante hasta el final. Un puente colgante, suspendido a una considerable altura del río Noguera, me lleva al inicio de la ruta del Congost del Mont-Rebei. Espectacular desfiladero excavado en la roca siguiendo el cauce fluvial. Acantilados de hasta 500 metros de altura en los puntos más vertiginosos, un azul cristalino bajo nuestros pies y unas escaleras de infarto colgadas en la pared de enfrente, dotan al paisaje de una belleza sin igual. Ensimismada con el entorno olvido el dolor, que acaba desapareciendo de la misma forma que vino. Última dificultad, el St. Lis, ascenso complicado por un camino de considerable pendiente y tierra suelta donde las fuerza parecen abandonarme. El calor hace mella y los pies me duelen horrores. Avanzo un paso, retrocedo dos. Me cuesta mantenerme erguida. Los calambres acechan. El tramo final provisto de cuerdas con pasos de gigante saca lo peor de mí. Juro en arameo. Quiero sentarme en una roca y descalzarme para aliviar mis pies. Me resisto, sé que arriba todo irá mejor. Troto por una pista que recorre la cima, agradeciendo el aire. No veo a nadie en lontananza. Miro hacia atrás, tampoco. Empiezo a dudar. Ya no sé si voy bien. Retrocedo y busco unos matorrales que me proporcionen sombra para poder ver la pantalla del móvil; llamo a la organización. Iba en la dirección correcta. Media vuelta de nuevo y ahora ya sí estoy segura que queda poco. Avituallamiento final, y descenso a meta. El calor es ahora implacable. Son tantas las ganas de llegar que se me antoja interminable; carretera, sendero pedregoso y pista hasta la meta, sita en el camping de Ager. Y miro al cielo: Ángel; una vez más me enfrenté a mis demonios y sobre todo, hoy corrí por ti.